Después de todas las veces que se había jurado aprender de los fracasos, allí estaba María, una vez más, tomando un baño y pensando en su circunstancia. A pesar de que el tamaño de su cuerpo era ridículamente pequeño en comparación con el de la bañera, se sentía encallada.
Hacía tiempo que había perdido la cuenta de todas las decepciones. Una vida dedicada a seguir su propia brújula le había dejado poco más que una sensación de desilusión a la que ya empezaba a acostumbrarse. Cerró el grifo con el pie y empezó a fustigarse.
Tal vez ella no funcionaba como los demás. Quizás su aislamiento se debía a que ella no jugaba al juego, no buscaba ganar. En todo caso buscaba sentirse bien consigo misma, sin grandes resultados. Quizás no hablaba el mismo idioma que los demás, puede que se hubiera tomado demasiado al pie de la letra las moralinas del patio de la escuela.
Se tomó un momento para fantasear y deseó cambiar. Jugaba con los dedos en la espuma mientras imaginaba cómo sería dejar de ser fiel a sí misma. Comportarse como había visto hacer a tantas personas tantas veces a su alrededor, sin cuestionarse el porqué de las cosas, sin darle el mismo peso a su vida que a las de los otros. Colocándose siempre por encima, triunfando.
Hmmm.. hundió la nuca en el agua templada y notó cómo se iba colando entre su pelo, haciéndole cosquillas. Sentir la oscuridad de esos pensamientos contrarios a los suyos hacía que recuperase la lucidez. Sumergió la cabeza por completo y soltó despacio todo el aire lleno de rencor que le quedaba, creando nuevas burbujas en la superficie de la bañera. Cuando se quedó totalmente vacía esperó un momento, emergió de nuevo y llenó los pulmones con el aire húmedo y fresco que entraba por la ventana del cuarto. Ya se sentía mejor.
Lo que menos se imaginaba era que en realidad tenía suerte.
Que esa capacidad para sufrir no era más que la evidencia de un corazón grande.
Que un corazón grande siente más intensa la pena, pero también la felicidad.