Hace años tuve un novio al que le daban miedo las ferreterías. Nunca lo entendí, porque la familia de mi mejor amiga de la infancia tiene una y a mí me encantaba pasar tiempo allí y observar las hileras de pequeños cajones que llegaban hasta el techo y que contenían todo tipo de clavos.
Supongo que heredé de mi padre (que lo guarda y lo ordena todo meticulosamente) el gusto por los cajones llenos de clavos.
A aquel novio también le daban miedo las tormentas. Nunca lo entendí, porque me crié en la montaña y no había nada mejor que ver una buena tormenta desde la ventana. Y a riesgo de ser un cliché, me encanta esa sensación de rendirme y dejarme empapar debajo de una tormenta.
Supongo que heredé de mi hermana (que se ponía margaritas en los agujeros de las orejas) el gusto por la bohemia y saltar en los charcos.
Hay otra cosa que tienen en común las ferreterías y las tormentas. Y soy yo! Soy una tormenta, tienes que disfrutar de la intensidad ocasional y saber mojarte para estar conmigo. Y también soy una ferretería. Porque, como un clavo saca a otro clavo y yo me enamoro rápido, tengo una colección de clavos para la que ni el mismísimo Baldomero tendría bastantes cajones.
Y lo bien que me lo paso.
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